miércoles, diciembre 24, 2025

Cuento de Navidad La Ducati 50TT

Corrían los años setenta. Era el despertar de una adolescencia salvaje, con un espíritu exaltado por descubrir y adelantarme a mi tiempo. La imaginación volaba siempre más allá de mi propio pensamiento; todo lo interpretaba con la madurez de un joven de veinte años, aunque apenas tuviera doce o trece. Aquella crianza junto al abuelo y la sensación de libertad que nos ganamos —sin mayores reparos que el equilibrio con la responsabilidad— ejercieron en mi naturaleza un impulso cognitivo por descubrir y volar. Eso, unido al pasaporte de las motos de pequeña cilindrada, definió el entusiasmo por innovar y cultivar modas y cultos.

Mi hermano Tavo ya tenía su Puch Mini Cross. Había cumplido catorce y contaba con licencia para andar por el mundo libremente. A mí aún me quedaba algo más de un año y soñar con la herencia de aquel prodigio de juventud. Mientras tanto, me colgaba con otros amigos, con sus motos, y nos escapábamos a los pueblos colindantes: Valsequillo, Telde, Atalaya.

En una de esas escapadas navideñas a Valsequillo, me enganché con alguno que me prometió llevarme hasta el pueblo y dejarme allí, mientras ellos seguían hacia San Mateo. No sabía cuándo volverían ni si lo harían pasando por Valsequillo, así que me aseguré de que me dejaran allí. Ya me buscaría la vida para regresar a La Gavia, aunque tuviera que hacerlo caminando.

Y así fue. Cuando la tarde languidecía y las bandas motorizadas no llegaban en un tiempo prudencial, comencé a darme cuenta de la necesidad de un medio propio para la movilidad ligera. Tendría que trabajar más duro y estudiar menos para conseguir mi moto. Error. Aquella ansiedad por ser libre incluía la autonomía, y el coste iba adosado a la exigencia.

Oscurecía y mis posibilidades de encontrar arrastre se reducían. Entonces escuché algunas motos que pasaban; una de ellas paró en el pueblo, las demás siguieron. Me acerqué y saludé a Agustín. Era de mi pueblo, de varias generaciones anteriores; me triplicaba la edad y tenía malos antecedentes con las copas. Aun así, me prometió llevarme hasta La Gavia.

Tuve que aguantar los baretos, presionándole con tacto para salir antes de que cogiera la majá controlada. Aquella Ducati 50 TT roneaba en la vuelta por la carretera de San Roque. Qué miedo. Yo le indicaba: «vete despacito». La triste luz de aquel ciclomotor alumbraba como las linternas de baterías cuadradas clásicas —las que tenían dos aletas metálicas y en las que, de niños, poníamos la lengua para aguantar los calambrazos— apenas un halo de esperanza.

Creo que volví a rezar y a arrepentirme de mis pecados de imberbe. Entonces llegó la caída. Una doble curva con gravilla, llegando a San Roque. Aunque la velocidad era poca, bloqueó el freno y arrastramos: Agustín, la moto y yo, encima de ella, hasta chocar con la valla.

A él se le quitó la chispa; a la moto, pequeñas limaduras; y a mí, algunos rasguños y la moral tocada por la imprudencia temeraria de haber compartido aquel paseo. Y la suerte —siempre inmediata para enseñar lecciones— apareció en forma de ángel de la guarda: mi amigo José Valido, de La Gavia, con su recién comprado 127 de primera serie.

Me rescató y, como un hermano mayor, me leyó la cartilla. Me dijo que contara con él y con su coche cuando quisiera salir a conocer mundo, pero que no me subiera con cualquiera.

Fue una Navidad de aprendizaje.

Aquella Navidad entendí que la libertad también necesita frenos.


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